Los argentinos sí que tienen un sentido de familia que puede hacer sentir la tuya realmente miserable. Mi familia consta de papá, mamá e hija (2 jubilados y una persona que busca trabajo por primera vez, o sea: 0 aporte para la sociedad). Los argentinos en cambio, llegan a la playa con hermanos, tíos, hijos, abuelos, mates, sillas, mesas plegables y uno se pregunta dónde estacionaron semejante camión para traer tanta gente y mobiliario. Se sacan fotos, el abuelo anda disfrazado de gaucho, hay hasta una guagua recién nacida y ocupan la mitad del sector. Mientras mi familia y sus tres integrantes está concentrada en no ser pisada o enterrada en la arena, el abuelo-gaucho llama a sus dos nietos: “Che, Lautaro, vení para acá…che Augusto, vos también!!!”. Plop. Nos usurpan hasta los personajes históricos (buenos o malos)!.
Finalmente el guaripola decidió llamar la atención con algo útil e hizo la cuenta regresiva. 3…2…1!!. Pensé en lo feliz que fue el 2007; me licencié, tuve una práctica que disfruté y donde conocí gente maravillosa, hice tantas cosas que siempre quise hacer y tengo mi familia sana y junto a mí. Luego vi como toda la bahía, desde Playa Ancha hasta Reñaca, se iluminó de palmeras, caracoles, bengalas multicolores (y no como dijo un argentino desubicaado en medio del destello de las 23 toneladas de bombas: “mirá el petardo ese”) y sólo cuando los 25 minutos de magia acabaron y tras constatar el colapso de los celulares, me di cuenta de algo: acostumbrada a pedir pasar mis exámenes en marzo, encontrar al amor de mi vida, pasar mi examen de grado (petición única los últimos 3 años!), o que mi familia recupere la salud, este año simplemente olvidé pedir deseos.
Es que es difícil desear algo, cuando se tiene todo.
Texto publicado en El observador, sábado 5 de enero.